La pintura lleva por título Naturaleza muerta.
Pero después de tres siglos el pan sigue esponjoso.
La leche humea aún, libre de nata, en el tazón.
La manzana sobrevive al árbol, al gusano y a sí misma.
Las uvas, ingrávidas pompas rellenas de luz,
sueñan con soltarse del racimo y huir flotando.
Un forense tendría aquí escasa o ninguna faena.
Hay huellas en el mango caliente del cuchillo
pero ni rastro de muerte en el filo de la hoja.
Las perdices duermen plácidamente
a la sombra de los membrillos muy olorosos.
El queso no sufre de moho ni se duele
de sus agujeros más de lo acostumbrado.
Y la ramita de hinojo cortada en el otoño
de mil seiscientos noventa y seis echó raíz
y hoy, al fin, asoma por detrás del cuadro.
Sólo en el reflejo cóncavo de la cuchara,
allí donde el ojo precede a la mano,
vemos inquieto al viejo pintor de bodegones.
¿Qué ocurrirá cuando la tela se afloje,
cuando los insectos y los días arruinen el bastidor,
cuando ceda el marco protector que todo lo envasó al vacío?
¿Qué sucederá cuando los cubiertos caigan
al suelo con su blanco relámpago de metal,
cuando la fruta eche a rodar atravesando los siglos
hasta este instante que ya no es tuyo ni mío,
cuando la leche se derrame —pálida y fría—
borrándolo súbita, desesperadamente todo?
Autor: Jesús Jiménez Domínguez
Ilustración: Luis Meléndez, “Bodegón con ciruelas, brevas, pan, barrilete, jarra y otros recipientes” (1770)
Un compendio de motivos habituales de Meléndez se suman en esta pieza otorgándole un sentido de proximidad y verosimilitud de gran valor artístico y documental. Sobre el característico tablero, en el que se aprecian las vetas y nudos de la madera, entre ciruelas y brevas, se expresan con plenitud formal un pan y una jarra de boda, típicamente talaverana, blanca y con filete decorativo de amarillo ocre de antimonio, que ostenta un asa torsa de tipo salomónico, propia del siglo XVIII. El blanco del elegante recipiente popular supone una verdadera proeza de la capacidad descriptiva del artista al conseguir fielmente su textura y el juego de la luz sobre la superficie vidriada. Inmediatamente detrás se aprecian varios platos de loza decorada (de la serie llamada “de la adormidera o rosilla)”, un barrilete, para arrope o conservas, y un lebrillo o cuenco de Alcorcón, en cuyo interior se muestra un pescado. Con estos recursos la composición toma un aire distinto y rompe la posible rutina repetitiva de grupos de cacharros y comestibles vistos en otros lienzos, adquiriendo una significación diferente, sin dejar de provocar en el espectador la sensación del verismo, habitual en toda la producción del maestro. La concatenación de planos es muy acertada y logra con facilidad la sensación de espacio; igualmente la luz, en general, se expresa con gran virtuosismo, siendo notables los toques de pincel con riqueza de pasta que se aplican sobre las superficies, a fin de crear el relieve y destacar la calidad de la materia sobre la que incide la cuidada luminosidad que baña el conjunto; también se aprecian leves toques de claridad en algunos puntos secundarios que ayudan a siluetear las formas, procurando así conseguir su volumen con mayor justeza. Los contrastes cromáticos enriquecen aún más la composición, dotando al conjunto de una especial agilidad liberadora de posibles amazacotamientos.
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