Este cuadro muestra parte de un tren en movimiento, en el centro hay un vagón que lleva las puertas abiertas, en su interior se pueden ver rostros desfigurados, ensangrentados, fundidos unos con otros, amontonados; aquellas caras cadavéricas, verdes, moradas con bocas y ojos abiertos, evidencian tortura y muerte. El color gris en distintas tonalidades se evidencia en la parte media y superior del cuadro, en donde el humo y las ondas muestran el movimiento de la máquina de vapor. La parte inferior del cuadro equilibra la pintura con el color amarillo de la arena en la esquina inferior izquierda del cuadro, del mismo modo que el color marrón de los listones de madera hace parte de la carrilera.
Esta imagen es una representación del terror de la guerra en el contexto colombiano de la primera mitad del siglo XX. Por medio de elementos compositivos como el humo y la diagonal por la que atraviesa el tren, la artista nos acerca a una atmosfera fría y lúgubre en la que la acción en movimiento se desarrolla. Lo que vemos no es una postal estática de un acontecimiento siniestro, es la representación de un tiempo constante en el que la muerte se abre paso, llevando consigo a centenares de civiles para ser desaparecidos en el anonimato.
Los rostros de los sujetos al interior del vagón parecen carecer de volumen, de peso, lo único que los distingue como humanos son sus rostros llenos de expresión. Entre tonos verdes, morados y grises, Débora ha pintado el rostro desfigurado de la muerte. Estos rostros, estas manos, estos cuerpos que se aglomeran en el espacio y lo llenan de dolor, se convierten en una masa expresiva. No es fácil distinguir cuerpos enteros, cada ser pierde su individualidad y se convierte en parte de un todo al que desde ese instante pertenecerán. El todo de las víctimas de una violencia bipartidista que arrasó, no sólo con poblaciones antioqueñas, como ésta en Puerto Berrio, sino con comunidades por todo lo largo y ancho del país.
La artista nos presenta no sólo el tránsito de estos cuerpos en su encuentro con la muerte, nos da indicios también de aquello que pudo haber pasado antes de que llegaran allí. Las manos marcadas en el exterior del vagón aparecen como huellas de la sangre derramada, como huellas del intento por no entrar en aquel tren; de la desesperación, el miedo y la angustia que debieron haber sufrido estas personas antes de montar en su carruaje fúnebre, en ese tren que es nada más y nada menos, símbolo de un país en pleno progreso tecnológico.
Este cuadro además de hacer una denuncia frente a la dura ofensiva conservadora hacia los liberales en aquella población aunque algunos autores han interpretado que la artista se está refiriendo a la Masacre de las Bananeras ocurrida en Ciénaga (Magdalena) en 1928.
En realidad, desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, Débora Arango desarrolla un arte ardientemente político, en el cual toma partido contra la violencia y explotación que padece Colombia por cuenta de la clase política, enquistada en el poder. El drama de estas pinturas es todavía mayor si se piensa que, para entonces, la artista padecía un verdadero exilio en su casa de Envigado y que sus obras más comprometidas, entre las cuales se encuentra esta Junta Militar, no eran vistas por casi nadie. Parecía “una voz en el desierto”.
La Junta Militar (1957) de Débora Arango está compuesta por cinco monstruos animalescos arropados con la bandera nacional. La deformación de las figuras y la brutalidad del color nos indican, sin lugar a dudas, que no se trata de recoger una anécdota histórica sino de insistir en el significado profundo de los acontecimientos.
Es evidente que Débora Arango no ve estos personajes como la salvación de la patria que entonces se proclamaba. Por el contrario, aquí se presenta el grito más ético, alto y desgarrado frente a la injusticia social y la falta de democracia, por la conciencia de los efectos de los hechos políticos sobre la existencia concreta de todos los colombianos, contra su dignidad y sus valores.
Durante el período de transición gubernamental hacia el Frente Nacional -el pacto de gobernabilidad alterna entre dirigentes liberales y conservadores-, Débora pinta el cuadro Junta militar aludiendo a la Junta castrense de gobierno que asumió el poder tras la caída del general. Como era habitual en muchas de sus representaciones del poder, las figuras masculinas aparecen grotescamente bestializadas: en la pintura en cuestión los miembros de la Junta militar son cinco chacales arropados por la bandera colombiana, cuyos gestos inquietantes parecen presagiar el nuevo chantaje político que se abría paso con el Frente Nacional.
Arango siempre hurgó bajo la piel de esta sociedad para sacar a flote sus injusticias, sus prejuicios y sus verdades. Nos dejó una gran lección de honestidad, de dedicación y de tenacidad frente a los obstáculos que a cada paso le pusieron el clero, los políticos y la alta sociedad.
Débora Arango (1907-2005) corrobora una cierta parábola vital: los artistas realmente innovadores son, por lo general, incomprendidos y vituperados durante buena parte de su propia vida. Pero el tiempo y la historia los eleva a su verdadero pedestal.
Débora Arango fue perseguida por sus convicciones, su franqueza fue confundida con pornografía y sus trabajos fueron censurados y descolgados de numerosas salas de exposición, sin que los responsables hubieran siquiera sospechado que con tal acción le estaban dando la razón a la artista, que estaban demostrando la esparcida existencia de prejuicios e injusticias, y que estaban re conociendo la efectividad de su obra.
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