En estas dos obras de Valdés Leal la autoría de las mismas no puede desligarse del “promotor”, el noble sevillano Miguel de Mañara que fue el verdadero inspirador de los cuadros, los cuales reflejan su obsesión personal por la muerte. En su libro “Discurso de la verdad” nos habla de la fugacidad de la vida, la inevitabilidad de la muerte y, por lo tanto, de la futilidad de las glorias y ambiciones humanas.
A Miguel de Mañara se le muere la esposa en 1661, si haberle dado hijos. Noble caballero, con negocios, diputado, persona pública de Sevilla; se plantea lo vano de la vida. Ingresa en la Hermandad de la Santa Caridad, que se dedicaba a enterrar los ahogados que devolvía el río, los muertos por la calle y los ajusticiados. Fue nombrado en 1663 Hermano Mayor de la Santa Caridad, poniendo todo su empeño en la tarea de concluir las obras de la nueva iglesia de la Hermandad que se estaban realizando desde 1647. Para ello contó con los mejores artistas de su tiempo: el retablista Bernardo Simón de Pereda, el escultor Pedro Roldán y los pintores Murillo y Valdés Leal. El propio Mañara diseñó el programa iconográfico que decoraba el templo.
En este sentido, la identificación entre quien encarga y quien ejecuta son notables. Nadie más idóneo para reflexionar sobre la brevedad de la vida y el triunfo de la muerte que el tenebrista Valdés Leal. Su obra, de estilo absolutamente barroco, posee un dibujo contundente, un colorido fuerte y un sentido dramático de la luz y el movimiento. Las tres notas mas destacadas de este artista son el pesimismo, el humorismo y el dramatismo con una inclinación por la temática macabra o grotesca.
A pesar de ser contemporáneo de Murillo, sus temperamentos son completamente opuestos; Valdés Leal, nervioso y violento, de estilo oscuro, dramático y apasionado, lo contrario de su admirado Murillo que gustaba dar a sus obras religiosas gran brillo y luminosidad.
Con toda seguridad la habitual comparativa entre ambos pintores se hubiera decantado clamorosamente por Murillo de no existir en la producción estos dos cuadros que pintó entre 1671 y 1672 para la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla.
Se denominan los “Jeroglíficos de las Postrimerías” y en ambas obras se hace una referencia al dilema de conseguir la salvación o la condenación eterna. Se nos presenta el espectáculo de la muerte aludiendo al tema de la vanitas (vanidad humana) y reiterando la caducidad de los bienes temporales y la brevedad de la vida terrena y la futilidad de la existencia. El término “postrimerías” (término teológico que se refiere a la muerte y el juicio final con infierno y cielo como destinos del alma) evidencia su adoctrinamiento último: los actos de caridad se convierten en imprescindibles para garantizar la salvación, la caridad como antídoto de la muerte.
En In Ictu Oculi (En un abrir y cerrar de ojos) aparece la muerte llevando debajo su brazo izquierdo un ataúd con un sudario mientras en la mano porta la característica guadaña. Con su mano derecha apaga una vela indicando la rapidez con la que llega la muerte y apaga la vida humana.
Los objetos de la parte inferior, representan la vanidad de los placeres y las glorias terrenales, que tampoco escapan a la muerte. Ni las glorias eclesiásticas escapan a la muerte -el báculo, la mitra y el capelo cardenalicio- ni las glorias de los reyes -la corona, el cetro o el toisón- afectando a todo el mundo por igual. Ni sabiduría ni riquezas permiten escapar a los hombres de la muerte. Tampoco la valentía en las guerras.
El fondo que está en penumbra; el efecto es teatral y de gran dramatismo pues sugiere que la muerte aparece de las tinieblas y avanza hacia el espectador. El impacto visual y espiritual es evidente.
Tras contemplar la rápida llegada de la muerte afrontamos Finis Gloriae Mundi (El final de las glorias mundanas). En el interior de una cripta vemos dos cadáveres descomponiéndose, recorridos por asquerosos insectos, esperando el momento de presentarse ante el Juicio Divino. Se trata de un obispo, revestido con sus ropas litúrgicas, mientras que a su lado reposa un caballero de la Orden de Calatrava envuelto en su capa. En el fondo se pueden apreciar un buen número de esqueletos, una lechuza y un murciélago -los animales de las tinieblas-. La representación es, en verdad, aterradora: las glorias del mundo terminan en carroña y podredumbre; los tres ataúdes abiertos ponen de relieve que la acción destructora de la muerte se ejerce de manera impecable.
En el centro del lienzo aparece una directa alusión al juicio de las almas; la mano llagada de Cristo -rodeada de un halo de luz dorada- sujeta una balanza en cuyo plato izquierdo -decorado con la leyenda “Ni más”- aparecen los símbolos de los pecados capitales que levan a la condenación eterna mientras que en el plato derecho -con la inscripción “Ni menos”- podemos ver diferentes elementos relacionados con la virtud, la oración y la penitencia. La balanza estaría nivelada y es el ser humano con su libre conducta quien debe inclinarla hacia un lado u otro.
En estas pinturas Valdés obtiene una atmósfera estremecedora y siniestra. La Muerte es, paradójicamente, algo vivo.
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