Las flores del mal de Baudelaire fue el origen. Y la poesía maldita de Rimbaud, Mallarmé o Verlaine. El Simbolismo surgió en las postrimerías del siglo XIX como reacción al realismo descarnado. En oposición al naturalismo, los simbolistas defendían un retorno a la mística y la espiritualidad, a un mundo oculto, un universo onírico.
Los simbolistas consideran que la obra de arte equivale a una emoción provocada por la experiencia. Tratan de exteriorizar una idea, de analizar el yo. Les interesa la capacidad de sugerir, de establecer correspondencias entre los objetos y las sensaciones, el misterio, el ocultismo. Sienten la necesidad de expresar una realidad distinta a lo tangible y tienden hacia la espiritualidad. El símbolo se convierte en su instrumento de comunicación decantándose por figuras que trascienden lo material y son signos de mundos ideales y raros. Hay una inclinación hacia lo sobrenatural, lo que no se ve, hacia el mundo de las sombras. Los pintores plasmaron una estética heredera del Romanticismo, el clasicismo renacentista o el Impresionismo.
Cultivarán el subjetivismo, el antirracionalismo y aflorará el interés por el cristianismo y las tradiciones diversas. Estudian la ambigüedad, la belleza hermafrodita, lo andrógino, la mujer fatal que destroza cuando ama, lo femenino devorador. La mujer brota del mundo del inconsciente y para huir de la realidad adopta forma de esfinge, de sirena, de araña o de genio alado. Los seres que aparecen en ese mundo de sueño serán incorpóreos.
Aunque Francia fue el principal foco simbolista, en Cataluña también tuvo a uno de sus mayores representantes: Joan Brull (1863-1912). Pintor español nacido en Barcelona. En sus inicios empezó con un estilo costumbrista, realista y academicista, que evolucionó hacia el modernismo y, tras el viaje a París, hacia el Simbolismo.
Todo el inmenso lienzo de Sueño cautiva al espectador con un magnetismo que proviene de la atmósfera de una niebla que no acaba de disiparse. Esta obra es de una exquisitez formal absoluta; una figura femenina misteriosa, captada de espaldas y con el sensual cuello descubierto. Una mirada perdida en las tres gracias representadas al fondo de la laguna y una luna tenue oculta entre las hojas del sauce. Hay crepúsculos donde la vigilia es puro ensueño.
Bosques fantasmagóricos, cielos crepusculares, paisajes nebulosos, ninfas y personajes mitológicos, desnudos sensuales, lunas veladas, aguas encantadas… En los lienzos de Brull late una atmósfera onírica en la que se entremezclan las alegorías del Simbolismo. Como sucede en “Paisaje nocturno con dos jóvenes”.
Antes de desarrollar un simbolismo que es ya el prólogo del surrealismo, Brull dedicó buena parte de su talento a plasmar el realismo en un sinfín de retratos, la mayoría mendigos y niños de la Barcelona de finales de siglo.
Por ejemplo, en “Haciendo calceta” (1891) capta a esta niña trabajadora ensimismada en su tarea con una ternura inmensa pese a permanecer su vista oculta. Esta fragilidad en la descripción de niñas bien pudiera ser reflejo de la tragedia de perder a su hija pequeña.
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