Aunque difiere de él en la manera de hacerlo, Lucian Freud comparte con Francis Bacon su interés por la representación de la soledad de la existencia humana a través de un mismo motivo: el cuerpo humano. Ambos artistas, formados en el clima intelectual existencialista de la Europa de entreguerras, utilizaron su pintura para reflexionar —de forma bastante violenta— sobre la humanidad enajenada y atormentada. Sin embargo, mientras Bacon sometía a sus personajes a una metamorfosis formal que les llenaba de magulladuras, Freud siempre se mantuvo dentro de los cánones tradicionales de la figura humana.
En este perturbador Gran interior. Paddington, de 1968-1969, Freud nos representa una escena de encuadre cinematográfico y perspectiva ascendente que se desarrolla en el interior de su propio taller londinense. El cuerpo semidesnudo de su hija Ib, con una expresión de infinita tristeza, tumbada en el suelo, dormida o con gesto de adormecida y vestida tan sólo con una camiseta blanca que se levanta por encima de la cintura junto a una gran maceta con un enorme tilo.
Para pintar esta obra, Freud eligió tan meticulosamente como siempre la colocación de su caballete para contemplar la escena desde un ángulo forzado y poder captarla a vista de pájaro. La sensación de desasosiego en el espectador es brutal.
Freud ha pintado cada hoja del tilo como un elemento único, las ha individualizado al máximo por su grado de color, luz, sombra, aspecto o posición; lo que nos revela la gran capacidad de observación que poseía el pintor.
El realismo y la gran minuciosidad con la que ha pintado las hojas del tilo, mediante pinceladas suaves y poco cargadas de pigmento; y el abrigo colgado de una percha en la pared, tan duro en sus pliegues que parece acartonado, contrastan con el tratamiento que ha concedido al cuerpo de la niña y al suelo, donde se puede apreciar que las pinceladas han sido aplicadas con mayor rapidez y con mayor densidad pictórica.
En el cuadro que ahora nos ocupa, Freud ha retratado la pura inocencia de una niña, y como inocente también se presenta algo atemorizada. Ese temor se traduce en cierta rigidez de la pose, en la torsión de su cuerpo por la cadera, de tal manera que nos muestra la parte superior del tronco de frente y las piernas, plegadas, de lado.
El cuerpo semidesnudo de la niña, tumbada sobre el suelo, que se cobija bajo la vegetación de la planta, tiene una postura que a primera vista puede parecer natural, pero al fijarnos más detenidamente comprobamos que está sometido a una torsión forzada: los hombros están colocados en paralelo sobre el suelo mientras las caderas y las rodillas dobladas se giran de medio lado. Hacia 1965, cuando su pintura se había vuelto más suelta y empastada, fue cuando Freud comenzó a realizar unos desnudos carentes de cualquier idealismo. Habitualmente representados en interiores, nos ofrecen una visión tanto física como psicológica del personaje, ya que su intención era que la expresión del personaje quedara fijada tanto en el cuerpo como en el rostro. La carne tiene una presencia tan radical en estos cuadros que incluso nos hace sentir incómodos al contemplarlos.
En este cuadro, Gran interior. Paddington, Freud se ha limitado a llevar al lienzo aquello que veía, sin mejorarlo y sin ocultar sus desperfectos, como el roto en el codo derecho del abrigo o las hojas secas caídas al pie de la planta. El abrigo colgado; la luz dorada y suave que entra tamizada por la gran ventana del estudio, y que produce suaves modulaciones de luces y sombras; la gama de color dominante de verdes y marrones –gama característica de las obras de Freud, quien defendía el uso de colores reconocibles en la realidad– y esas hojas en el suelo son las señales con las que el pintor nos indica que estamos en otoño, estación propicia a la melancolía, la ensoñación y la reflexión, que es en definitiva, la atmósfera que domina en este cuadro.
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