El dolor por la muerte en un desgraciado accidente de tráfico de su hijito, de tan sólo cuatro años, llevó a su padre a la necesidad imperiosa de representar al niño en este cuadro azul, en ese príncipe Baltasar Carlos de juguete. El dolor de Fernando Botero, el pintor colombiano que se dio cuenta de que, desde el impresionismo, el arte se había olvidado del volumen, del modelado.
Botero lo pintó a su estilo. Ese estilo inconfundible que consiste en aumentar la masa de las figuras para darles volumen, peso y realidad. Reservó el centro para el niño, que se llamaba Pedrito, montado en su caballo de cartón, y lo vistió de guardia de tráfico para darle un color frío.
El niño nos mira fijamente, pero no sonríe, despeinado, aunque sí lo hace su caballo, sobre ruedas, milagrosamente vivo. A su izquierda, en el suelo de la habitación, puso un muñeco azul, tumbado y muerto, y un muñeco padre sentado, que llora por la muerte de su hijo, y un enchufe con un cable negro que parece una serpiente venenosa. A la derecha, una casa de juguete tiene abiertas su puerta y una de sus ventanas. En el centro de ambos huecos, vemos a un hombre y a una mujer de luto, y detrás, la cabeza del caballo, apoyado en una puerta desmesuradamente grande que está cerrada e invadida por las sombras. Ascendiendo por el límite exterior de esta puerta, un picaporte dorado y la cerradura sugieren el color divino de la gloria y las llaves de San Pedro.
Pedrito Botero es la obra que más le gusta al maestro. La que más quiere, ha dicho varias veces.
“Si he hecho una obra maestra en mi vida es ese cuadro, primero que todo porque es muy bien pintado, con mucho sentimiento y con una composición muy esperada. El color también. Yo creo que tiene todas las virtudes”.
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