En La danza de la vida, Munch utiliza una escena estival, un baile de verano al aire libre que aún hoy en día, más de un siglo después, se sigue celebrando en la costa noruega. Sabemos que se trata de Asgárdstrand porque ya el paisaje nos resulta familiar: la luz que proyecta el sol de medianoche, la sinuosa orilla donde se confunden la arena y el prado, o el horizonte en el que se adivina algo más de la costa o un fiordo, trabajado todo con suaves líneas horizontales en las que se funde una paleta de delicados tonos pasteles.
El autor centra la composición a partir de una pareja de baile que aparece en primer término. La vista se dirige allí tras observar el sol: un punto en brillante amarillo que se destaca en el fondo del cuadro, cuyo reflejo sobre el agua tiene una clara connotación sexual; flanqueado por dos figuras femeninas que inmediatamente enlazan con el hombre que baila con la mujer vestida de rojo. Aunque la figura masculina mantiene los ojos cerrados, el pintor logra transmitir una actitud de tensión y expectación, quizá como una invitación a que el baile pase a otro terreno. La seductora mujer del vestido rojo -color que simboliza la pasión- está, a diferencia del hombre, con los ojos muy abiertos, como si se tratara del despertar sexual. Sus cabellos pelirrojos se curvan hacia adelante, como si buscaran atrapar al bailarín. Ambas figuras están absortas en su propio mundo, sin quererlo ni pensarlo y sin que importe el entorno. A la izquierda el pintor nos presenta a otra mujer, cubierta por un virginal vestido blanco; ella sonríe y resaltan sus mejillas sonrosadas. El blanco realza la pureza y el gesto de arrancar una flor delata que la chica está enamorada, pero, a diferencia de la mujer de rojo, ella representa la primera ilusión del amor, la inocencia con tintes platónicos. Al otro extremo del cuadro, en el lado derecho, una mujer más madura, vestida de negro, con el rostro serio y las manos entrelazadas, observa a la pareja de bailarines con desaprobación, pero a la vez resignada a su propia soledad; quizás en ella Munch quería simbolizar lo transitorio de todos los sentimientos. Los cuatro personajes principales están acompañados por otras figuras en el fondo, que parecen estar completamente entregadas al disfrute de este baile veraniego. De entre ellas destaca la figura de un hombre en la mitad derecha del cuadro, que parece mirar directamente al espectador con una mueca de éxtasis, completamente arrebatado por la pasión del momento, el frenesí del baile y el calor del verano.
En esta obra vemos las tres etapas biológicas, en las que se va avanzando mediante un baile de parejas. El sentido general provoca un efecto de angustia al que podemos añadir el de un éxtasis entre místico y sexual.
En cuanto a las figuras, la primera de ellas, carácter inocente, amable e infantil con las flores del vestido y las que se acerca a recoger. Del mismo modo, la central pasa de tener el pelo rubio a rojizo, y en lugar de tratarse de una mujer oferente, se ha convertido en un símbolo de la pérdida de la virginidad, con su vestido rojo, más parecido a una mancha de sangre que a una tela.
Es en esta etapa cuando los rostros se vuelven máscaras, o más bien calaveras, y el siguiente hombre se vuelve un ser obsesivo que abraza ansiosamente a la mujer, y esta intenta escaparse de sus brazos. La vida y la muerte se convierten en dos elementos cuyas fronteras se estrechan, y no sabemos distinguir qué es vida y qué es muerte.
La última figura, de negro (luto), ya no es la mujer hierática y cadavérica, sino que acepta su destino con pesar y desolación. Ahora la mujer es también víctima de su propia naturaleza, en palabras de Rosenblum, desde el estado de cándida virginidad (blanco), pasando por el de la plenitud sexual (rojo), hasta la macilenta consunción (negro), en el cumplimiento de su sino biológico.
Tal sino biológico viene acompañado por el paisaje, que de nuevo ejerce de telón de fondo a la escena. La hierba sobre la que se está gestando la danza forma una especie de manto verde que produce un fuerte contraste con el vestido rojo de la figura central, haciendo que el efecto de los colores sea más agresivo, a la par que simbólico.
En la parte izquierda del cuadro, por donde pisa la virgen, hay flores, de nuevo una alusión al candor de la infancia y la preadolescencia. Estas flores se repiten en los motivos decorativos de su vestido blanco, y si tapamos el resto del cuadro quedándonos con esta figura, vemos en él una intención por representar de alguna manera la belleza, la belleza física, asociada como siempre en Munch- a la infancia y a la inocencia, algo que inescrutablemente se va perdiendo conforme se va abriendo hueco la madurez del hombre y de la mujer. Y esa belleza servirá también de contraste para los rostros cadavéricos que vendrán posteriormente.
Aunque, en realidad, el cuadro es la historia de un romance. Pintado en recuerdo al primer amor, Tulla. Un homenaje a la mujer en un evento festivo con tintes fantasmales.
A la luz de la luna, que deja una estela fálica sobre el mar, tan típica de Munch, vemos a lo lejos varias parejas enzarzadas en un apasionado baile. Y en primer término, bailan Edvard y Tulla, escoltados por una joven y una mujer madura. La joven, vestida de blanco con flores, representa la ingenuidad del comienzo del enamoramiento. La mujer mayor, de riguroso negro, representa la decepción del final del romance. Y en medio, Tulla envuelve a Edvard con su encanto, y hasta con su vestido, mostrando la completa entrega del pintor a su amada.
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