Ramón Casas, como cualquier ciudadano de la época, vivía inmerso en los problemas sociopolíticos de España y, más concretamente, de Barcelona. La pena pública de muerte por garrote era la forma de ajusticiar en España desde finales del reinado de Fernando VII, pero en Barcelona no se había aplicado desde los años 60, lo que atrajo mucha expectación cuando de nuevo se utilizó en la década de los 90. La razón de resucitar este método tal vez estuviese en que se buscaba hacer visible el castigo ante la población en unos momentos en donde la violencia se empezaba a apoderar de las calles.
Casas inaugura con esta obra su serie de cuadros de crónica social. Según parece, el pintor reflejó la ejecución de Aniceto Peinador, un joven de diecinueve años ajusticiado en 1893 por un crimen pasional, huyendo tanto del patetismo de las escenas de género como en la retórica solemne de los cuadros de historia. Ahora bien, es también evidente que esta reproducción con exactitud linda con la aséptica instantánea fotográfica.
El motivo principal se centra en la muchedumbre que aparece retratada desde un punto de vista alto, agrupada en torno al cadalso, en el que se sitúan el verdugo, el reo y los sacerdotes. También participan en la escena los Cofrades de la Sangre con sus característicos capirotes. Entre el acusado y la multitud expectante, Casas introduce un espacio vacío, que contribuye a potenciar la tensión y el dramatismo sobre el grupo protagonista de la escena.
El pintor ha sabido implicar al espectador a través de varios recursos:
- Situarnos como un curioso más de una masa humana anónima, de espaldas, pero desde un punto de vista alto lo que nos convierte en observadores privilegiados. Esta solución, ya utilizada por Goya, nos permite contemplar toda la acción. Vemos la aglomeración de gentes sin forma que cierra el espacio por tres de los lados y cómo se agita queriendo contemplar el suplicio que va a cometerse en el patio de la cárcel. A nosotros, espectadores del siglo XXI, nos anima el mismo espíritu morboso de recrearnos en los detalles de la ejecución. Intentamos distinguir al condenado entre los sacerdotes y el verdugo y nos esforzamos por distinguir en su rostro tan lejano cómo asume su destino o se desespera.
- Para recrear la sensación de la terrible muerte que se avecina utiliza una gama de colores fríos y pesimistas. Un cielo con nubes de plomo del que se desprenden jirones que dejan ver monótonos edificios amarillentos. Feas viviendas con sus hileras de ventanas y balcones uniformes y establecimientos industriales de los que sobresalen chimeneas que lanzan a la atmósfera más humareda oscura. A la izquierda se proyectan en escorzo las desnudas tapias de la cárcel, con la garita del centinela en el centro de los siniestras muros. Apoyados en ellas, guardias en actitud indiferente y remolona, como fatigados por lo extraordinario del servicio. Los árboles sin hojas aumentan la concepción de escenario desolado y hostil. Incluso uno de ellos nos impide ver correctamente el patíbulo.
La descripción no puede ser más descarnada, pero sin caer en un dramatismo sentimental. Estamos ante un espectáculo y ante un testimonio de la sociedad en la que vive. Fotografías de acontecimientos similares no pueden reflejar con tanta verosimilitud la escena.
Curiosamente una mirada fría, aparentemente desprovista de carga dramática, deviene en su objetividad, un testimonio donde nada es inocuo y la más desapasionada crónica termina perfilándose una denuncia sutil denuncia sin abandonar su carácter formal de crónica social.
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