Bisonte de Altamira (Anónimo)

26 Juliol 2011


Pintura rupestre de estilo franco-cantábrico del Paleolítico de aproximadamente 13.000 a.C, localizada en Santillana del Mar (Cantabria). No se conoce el autor o autores.

“Después de Altamira todo es decadencia”.

Picasso sintetizó de este modo que, en Altamira, el arte ya había llegado a su madurez.

El artista de Altamira graba primero sobre la pared de la cueva la figura deseada con una piedra afilada. Posteriormente pinta sobre lo grabado, marcando el contorno en negro con carbón vegetal. El relleno va en ocre logrado a partir de óxido de hierro en polvo. Utiliza agua para diluir los pigmentos y los aplica o con la mano o con un tampón de materia vegetal o bien por soplado (aerografía) con un hueso hueco de ave y proyectándolos como si de una cerbatana se tratara. El pintor se ilumina con lámparas de tuétano, que dan una luz intensa y limpia y no ennegrecen las paredes. La humedad natural de la cueva fija y mantiene la frescura de los colores.

Los animales representados son bisontes, renos, mamuts, caballos, ciervos, cabras, etc. Algunos ya están extinguidos de Europa pues eran propios de clima frío. En Altamira concretamente, los bisontes son el animal más numeroso y aparecen de pie, mugiendo, echados, con la cabeza vuelta, etc. Casi todos están concentrados en el espectacular techo de 18 x 9 metros. El artista los pinta muy realistas, con muchos detalles (hocico, ojos, cuernos, pelaje, sexo, pezuñas, rabo, etc.), los conoce muy bien en su anatomía y comportamiento ya que los caza para comérselos. En un alarde de perfeccionismo, el pintor aprovecha los salientes naturales de la roca para pintar encima los bisontes y obtener un realismo absoluto con la sensación de relieve que se produce.

Desde siempre nos ha intrigado el sentido y el propósito de las pinturas rupestres paleolíticas. Primero se pensó en el “arte por el arte”, las figuras decorarían las cuevas dónde vivían. No obstante, las zonas pintadas son recónditas, de difícil acceso y contemplación. Más creíble parece la hipótesis de la “Magia de Caza”, es decir, el artista pintaría los animales que después cazaría el clan. Al parecer, el extraordinario naturalismo y la exactitud anatómica del retrato de animales en estas pinturas tienen relación con el propósito que servían. Los artistas también eran cazadores, y sus vidas dependían de los animales cuyas imágenes pintaban en las cuevas. ¿Es posible que estos cazadores-artistas creyeran que al representar con exactitud la fuerza, el poderío y la velocidad de los animales, adquirirían poderes mágicos? Así serían capaces de controlar su espíritu y quitarles la fuerza antes de cazarlos. Muchas de estas pinturas muestran a los animales heridos o atravesados con flechas, y algunos ejemplos incluso ofrecen pruebas de ataques físicos en la imagen pintada.

Es más que probable que nunca lleguemos a conocer el verdadero significado de la pintura rupestre, pero casi seguro que tuvo una función ritual, incluso mágica. En qué medida este arte se creó porque sí, y esto no podemos descartarlo totalmente, seguirá siendo un misterio.

En este arte no hay suelo ni cielo, no hay ríos ni montañas, no hay sol ni luna; no hay árboles ni flores. Sólo animales y signos que parecen tener algo que decir. Su significado exacto es una incógnita.

Bisonte policromo en actitud de saltar o de revolcarse, que aparece coloreado en tonos rojos y con los contornos marcados en negro, aprovechando las zonas convexas de la roca para crear un mayor volumen. Forma parte del denominado techo de los polícromos.


Vieja friendo huevos (Velázquez, 1618)

11 Juliol 2011

Diego Velázquez (1599-1660) es el mejor pintor del Barroco en España y una cumbre del arte universal. Este cuadro es de 1618.

La escena se desarrolla en el interior de una cocina poco profunda, iluminada con fuertes contrastes de luz y sombra. En primer plano vemos a una anciana cocinando unos huevos en un hornillo de barro cocido, junto a un muchacho que porta un melón de invierno y una frasca de vino. Ambas figuras se recortan sobre un fondo neutro, empleado para destacar aun más los contrastes entre la luz y la sombra, una de las características que le sitúan en la órbita del naturalismo tenebrista. Con una cuchara de madera en la mano derecha y un huevo que se dispone a cascar contra el borde de la cazuela en la mano izquierda, la anciana suspende la acción y alza la cabeza ante la llegada de un muchacho con un melón de invierno bajo el brazo y un frasco de cristal. Al fondo cuelga una esportilla y en el suelo vemos un caldero de cobre. A la derecha, en una mesita, hay una naturaleza muerta sencilla y ordenada: un mortero, plato con cuchillo, cebolla, jarras de cerámica.

El realismo de los personajes es digno de mención; la suciedad del paño con el que se cubre la cabeza la anciana o el corte del pelo del muchacho nos trasladan al mundo popular que contemplaba a menudo Velázquez. Incluso se piensa que la anciana podría ser el retrato de su suegra, María del Páramo, mientras que el muchacho sería un ayudante de su taller, posiblemente Diego Melgar. Los tonos empleados indican el conocimiento de obras de Caravaggio, bien a través de copias bien de grabados; así destaca el uso de los tonos ocres y pardos que contrasta con el blanco, reafirmando ese contraste la utilización de tonalidades negras.

La composición es sencilla, de pocos personajes pero está muy lograda. La escena carece de movimiento, hay una gran quietud, como si hubieran sido sorprendidos en un instante. La luz utiliza la técnica tenebrista, por influencia indirecta del pintor italiano Caravaggio. El color es austero, con predominio de los tonos ocres y pardos.
El estilo, en resumen, es deudor del Barroco, con una composición con predominio de líneas diagonales y curvas, colorido variado, contrastes de luces y sombras; poca importancia de la línea; naturalismo y gusto por los detalles


Roma (A. Aristarain, 2004)

1 Juliol 2011


Sinopsis: La irrupción del periodista Manuel Cueto en la vida del escritor Joaquín Góñez, a instancias de la editorial para la que Joaquín está escribiendo su último libro, provocará un desasosiego en la solitaria vida del escritor, aislado del mundo y huidizo de sus propios recuerdos. Acostumbrado a la soledad de los últimos años, el encuentro con el joven periodista le despertará emociones olvidadas que le transportarán a las décadas de los cincuenta y sesenta, en pos de su niñez y sus locos años de juventud vividos en Buenos Aires. Los errores propios de quien comienza a experimentarlo todo en la vida; el recuerdo de los amigos; la importancia de la lealtad; la influencia del cine y el jazz; el sabor del primer amor y la experiencia de otros muchos; y la íntima relación que guardó con sus padres y, en especial, con su madre, Roma), una mujer inteligente, fuerte, comprensiva y comprometida con los ideales de juventud de su hijo le llevarán a reflexionar sobre la influencia de la confianza que su madre depositó en él en su juventud. A ella, sin duda, Joaquín le debe el haber sido siempre un espíritu libre, bohemio, fiel a sí mismo y a los ideales que juntos, un día, al calor de la memoria del padre, soñaron. Y es precisamente el recuerdo imborrable de Roma el que despertará en Joaquín el deseo y la impaciencia por recuperar todo lo que hasta ese momento creía perdido.

Roma son dos películas con un ensamble lógico pero no del todo armónico.

Por un lado un amargo escritor diseñando su salida de escena, en contrapunto con un asistente que esta empezando su carrera. En este juego se ponen de manifiesto los puntos en común que unen a dos separaciones diferentes y recelosas por distintos motivos una de la otra.
Por el otro lado, la infancia y juventud del escritor en proceso de retiro, recordadas con la excusa de la publicación de una autobiografía.

Igualmente, la historia transcurre en dos tiempos bien diferenciados (el presente y el pasado), casi como si se tratara de dos películas distintas: el hoy del escritor envejecido, en el que prevalecen la discursividad y la desazón, y el ayer emotivo y de tintes autobiográficos simbolizado en la conflictiva y tierna relación con su madre.

“Si por algo destaca el último cine de Aristarain es por la predominancia del diálogo: los personajes se atreven a emitir grandes parrafadas en las que sentencian, expresan dogmas vitales y muestran sus respectivos modos de entender el mundo, pero todo ello de la manera más ágil y entretenida. Los diálogos son extensos pero sencillos, y las ideas quedan claramente explicadas. Aristarain tiene la rara capacidad de proyectar en palabras pensamientos que todos compartimos en algún rincón de nuestra mente, e integrarlos en la narración de una forma natural, en la que resulta creíble que todos los personajes parloteen como si fueran filósofos en un foro de la Atenas clásica. Pero no es mero teatro filmado: Aristarain abandona ese feísmo naturalista de sus últimas puestas en escena y, acompañado de una cuidada ambientación artística y de una espléndida fotografía en scope de José Luis Alcaine, consigue la película más estéticamente elaborada de su más reciente filmografía”. (Juan Beiro Martínez)

No obstante, la autoría de Aristarain debiera quedar parcialmente matizada por la aportación indiscutible de Mario Camus en el guión; cine literario, pretencioso e intelectual, obsesivamente apegado a la evocación del pasado. Nostalgia, melancolía y tristeza en una mirada que descubre el primer amor, el sexo sin prejuicios, la importancia de la lealtad, la traición a los amigos y el compromiso con los ideales. Cine ético y sentimental en la mejor y más auténtica acepción.

Es probable que esta obra no quede a la altura de otras películas anteriores del director (Martin -Hache-, 1997), (Un lugar en el mundo, 1991) pero es de una intensidad apabulladora.

“Con una estructura coral que suma temerariamente personajes y situaciones, la película (que dura dos horas y media) no siempre parece poder sostener el mismo nivel de interés, de tensión narrativa o de compromiso emocional. Pero llama la atención el grado de verdad que en general consigue el film, una verdad que va más allá de la cuidada reconstrucción de época y que parece provenir del interior profundo de Roma, la auténtica protagonista de la película, su objeto de adoración, su razón de ser”. (Leonardo Moledo)

“… Ahora que puedo hablar no tengo nada… la tristeza… pero ya es una parte mía. No tengo otra cosa… tanta vida y tan poco… sólo me queda tu recuerdo, mamá.
Tan convencido de que valía para algo, como me protegiste y me enseñaste, como me quisiste…
No hay otra cosa en mi vida que valga la pena recordar”

(Este texto corresponde al último plano de la película)