El tríptico de “La gran ciudad” (también conocido bajo el título Metrópolis que conviene no confundir con la pintura de Grosz) es, junto con el tríptico de la Guerra un punto culminante en la obra de Otto Dix. Aquí resume el pintor sus escépticas observaciones sobre la sociedad de la República de Weimar. Esta pintura se considera hoy un icono de los “dorados veinte” y sus abismos. Con ella Dix se inscribe en la historia del arte del siglo XX como intérprete ambivalente de la era comprendida entre la revolución y la reacción.
La obra describe las grandes sociedades urbanas de la posguerra. Es, al mismo tiempo, un retrato de costumbres de la estructura social de la Alemania inmediatamente anterior al ascenso de Hitler. Una crítica madura a la falsa prosperidad de los años veinte, a la modernidad que permite los lujos y derroches del capitalismo –el jazz, el alcohol y el baile- junto con lisiados y prostitutas en las calles y a las puertas de los locales de ocio de la burguesía.
En la pieza central del tríptico palpita el barullo nocturno de un dancing bar a los ritmos cálidos de una banda de swing y de jazz. Sobre el parquet, reluciente como un espejo, se baila el shimmy o el charlestón. Nos encontramos en un ambiente capitalista, lujoso y derrochador.
Los años veinte fueron sobre todo en las grandes ciudades, una salvaje fiesta que arrasaba hasta a los más agotados.
Un grupo de músicos de jazz que tocan de manera alocada, una mujer con aspecto varonil (femme garçon) con perlas y abanico de plumas rosa, una pareja que baila con las piernas dobladas y unas mujeres –prostitutas de lujo- de que posan como objetos valiosos ofreciendo sus encantos.
En conjunto, la parte central es exactamente el doble de ancha que las dos laterales que la flanquean -de manera análoga a un retablo medieval– podrían ocultar por entero el escenario del dancing bar. Aquí se muestra la cara oscura de los “dorados años veinte”. Una farsa se superpone a la otra.
Mientras dentro se divierte la buena sociedad, fuera dos series de prostitutas desfilan ante la puerta por delante de mutilados de guerra: en la parte izquierda, una comitiva de ajadas putas de arrabal; en la derecha, una cascada de elegantes meretrices emperifolladas.
En el panel de la derecha una fila de mujeres pasa impertérrita por delante de un mutilado de guerra, que saluda desde el suelo. El rostro de hombre muestra un desgarro; está desfigurado su rostro, luce una nariz que es un postizo.
La escena de los bajos fondos del panel izquierdo se desarrolla en una calle adoquinada a uno de cuyos lados se sitúa un puente de ladrillo rojo y donde la vestimenta de las prostitutas es un compendio de obscena vulgaridad, con pieles vastas y joyas sin valor. Un mutilado de guerra, que camina apoyado en dos muletas de madera, apostado detrás de las mujeres las mira, con odio y codicia pero también con deseo insatisfecho; un segundo hombre tendido en el suelo todavía vestido con uniforme mira por debajo de falda de las mujeres, víctima de la guerra y de su apetito sexual. En el primer plano, un perro pequeño en actitud desafiante y con las fauces abiertas, transmite una sensación de violencia y agresividad.
Los efectos traumáticos de la Gran Guerra fueron en Otto Dix un tema principal que abordó durante toda su producción artística. No sólo el mismo frente con obras de una verosimilitud apabullante (“Amanecer”, “Hora de comer en la trinchera”, “Trincheras”, “Muertos delante de la posición de Tahure”, “avance de la compañía de ametralladoras”, entre otras muchas) sino también con la expresión del desgarro psicológico y del daño físico en los excombatientes, lisiados y mutilados que se incorporan a una sociedad cuyo floreciente economía no puede ocultar el derrumbe moral (“El vendedor de fósforos”, “Mutilados de guerra”).
Otro de los temas habituales en Otto Dix, la prostitución y la degradación que acompaña a su representación (“Recuerdo de las salas de los espejos en Bruselas”, “El salón I”, “Tres prostitutas en la calle”) se encuentra presente en este tríptico donde “las mujeres del cuadro representan la fuerza de atracción de la vida de la gran urbe, del ilimitado consumo de placeres. Cumplen una doble función: ser vendedoras y ser artículo, al mismo tiempo.”
Este baile despreocupado, ejecutado con una frívola irresponsabilidad, bajo el derroche y despilfarro de una sociedad denigrada a las puertas de la horda asesina del nazismo, ha sido equiparada –por la utilización narrativa en forma de tríptico medieval- con las macabras danzas de la muerte que también fueron presagio y testimonio de una época de desolación y destrucción.
Dix retrató el mundo perdido de entreguerras con la perfección compositiva de los clásicos y criticó la maldad de sus contemporáneos con lo mejor de la tradición renacentista -hay quien se apresura a calificarlo como “el Bosco del siglo XX”-. Su realismo descarnado evoca a Brueguel y a Goya, y la mayoría de sus obras son auténticas radiografías sociales, lo que terminaría por situarle en el punto de mira del régimen nazi, que lo calificó de “pintor degenerado”.
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